miércoles, 15 de julio de 2015

R. Strauss: El caballero de la rosa

Felicity Lott, soprano: La mariscala
Barbara Bonney, soprano: Sophie Faninal
Anne Sofie von Otter, mezzo: Octavian
Kurt Moll, bajo: Baron Ochs de Lerchenau

Gottfried Hornik, barítono: Herr von Faninal

Orquesta y Coro de la Ópera del Estado de Viena
Carlos Kleiber, director
Basada en una producción de Otto Schenk

Director de TV: H.H. Hohlfeld
Der Rosenkavalier ("El caballero de la rosa") es una comedia musical en tres actos, con libreto de Hugo von Hofmannsthal y música de Richard Strauss.

Personajes: La maríscala princesa Werdenberg (soprano); el barón Ochs von Lerchenau (bajo); el conde Octavian, llamado Quinquin, un joven señor de una gran casa (mezzosoprano); el señor von Faninal, un rico ennoblecido (barítono); Sophie, su hija (soprano); la joven Marianne Leitmetzerin, ama de llaves de Faninal (soprano); Valzacchi y Annina, pareja de intrigantes italianos (tenor y contralto); un comisario de policía (bajo); el mayordomo de Faninal (tenor); un cantante (tenor); un notario (bajo); un tabernero (tenor); tres huérfanos nobles, una viuda noble, una modista, un comerciante de animales, un peluquero, criados, mozos, personajes mudos.

Lugar y época: Viena, hacia 1750, durante el reinado de la emperatriz María Teresa.

Argumento: Una introducción orquestal de brillante color y movimiento tempestuoso describe la noche de amor que Quinquin, el joven conde Octavian, vive en brazos de la princesa Werdenberg. El primer acto se desarrolla en su dormitorio. Amanece. Octavian está arrodillado junto a la cama de su amada, acaricia y besa a ésta. Se siente embriagado de dicha, mientras en el amor de la princesa hay un sentimiento más maduro. Es unos quince años, tal vez veinte, mayor que Quinquin, que sólo tiene diecisiete, y sabe que «hoy o mañana o pasado mañana» llegará el instante de la despedida, de manera que en su afecto hay algo de melancolía. Un criado negro lleva el desayuno: Octavian se oculta, pero olvida su espada en un lugar visible. Le preocupa no tener ninguna experiencia en situaciones así. La princesa lo consuela, la alegría regresa. Sin embargo, cuando Quinquin menciona al mariscal, el esposo de la princesa, que en ese momento visita una lejana guarnición, la mujer se pone pensativa. La noche anterior soñó con él. Fue como si hubiera oído sus golpes en la puerta del dormitorio y... ¿Qué es eso? Se oyen claramente voces airadas. ¿El mariscal? Octavian la tranquiliza: el mariscal está lejos. ¿Quién entonces?

Por fin, después de una larga y violenta discusión en la antesala, se abre la puerta (Octavian apenas tiene tiempo de ocultarse), y entra el gordo, jovial y maduro barón Ochs von Lerchenau, un pariente lejano de la maríscala, saluda a su «prima» con un besamanos algo provinciano y se sienta cómodamente. La princesa recuerda de repente una carta que este primo le había escrito y que ella no había leído o había olvidado. Sí, el barón había anunciado aquella visita para pedirle su benévolo consejo con ocasión de su matrimonio, pues pensaba casarse con una joven, a decir verdad de origen burgués, pero hija de un proveedor del ejército, muy rico y de muy buena salud, que acababa de ser elevado a la nobleza por Su Majestad. Además, a la joven hasta «un ángel la encontraría guapa». El barón no oculta que su situación financiera necesita urgentemente algún apoyo; y por eso se ha decidido por este enlace, que tiene algo de braguetazo. La maríscala no sabe si reírse del noble de provincias, cómico a pesar suyo, o amargarse por la situación del mundo.

Octavian, que ha encontrado en algún lugar un uniforme de doncella, se deja ver durante la conversación, y disfrazado de esa manera quiere refugiarse en otra habitación. Sin embargo, el barón Ochs, aunque hace mucho que ha dejado de ser mozo, no es hombre que deje escapar a una mujer tan joven. Mientras charla con la maríscala, echa flores a la supuesta doncella, para diversión secreta de la princesa, que en ese momento, puesto que el barón ha expuesto ya el motivo de su visita, propone como encargado de la petición de mano, como «caballero de la rosa», al joven conde Octavian Rofrano. Ochs, sintiéndose muy honrado por tan distinguida elección, le da las gracias, pero queda muy sorprendido cuando contempla el retrato del conde que le alarga la maríscala. El parecido con la doncella es notable. La princesa sonríe. «¡Qué cosas ocurren en Viena!», piensa el noble de provincias, que piensa aprovechar durante unos días aquella supuesta liberalidad de costumbres.

Todavía pide a su prima que le recomiende un buen notario para el contrato de matrimonio, que espera redactar en su propio provecho. El notario, como todas las mañanas, se encuentra en la antesala mientras empleados, peticionarios, parientes y amigos se agolpan para la recepción. Entonces se abren las anchas puertas y comienza la audiencia, mientras, de acuerdo con la antigua costumbre de los nobles, peinan y visten a la maríscala. Hay una viuda con tres huérfanos que pide protección; un cantante con un flautista (que interpretan una hermosa aria al estilo italiano); un tratante en animales, que elogia un magnífico ejemplar de perro; un erudito, una sombrerera, una pareja de intrigantes que ofrece sus servicios para todo tipo de informes y encargos; la servidumbre de Ochs von Lerchenau, de aspecto muy sospechoso; y por último, el notario, que el barón lleva en seguida a un lado para comunicarle sus deseos tocantes a la redacción del contrato matrimonial. La discusión de los dos hombres es cada vez más violenta, pues el barón exige cosas legalmente imposibles. Finalmente, el barón brama de tal manera que el cantante se interrumpe espantado y la audiencia sufre una desagradable interrupción. Mientras todos se retiran, Ochs pone en la mano de la maríscala la rosa de plata, el símbolo de la petición de mano aristocrática. Por mediación suya, el conde Octavian deberá entregarla a la señorita von Faninal, la prometida del barón. Luego se hace el silencio.

La princesa está en actitud pensativa ante el espejo. ¡Cómo desprecia al grosero primo que se casa con una bella joven, pura y demasiado buena para aquel viejo verde que incluso cree que tiene algo que perder! Sus pensamientos se dirigen al pasado. ¿Acaso ella misma no fue una niña inocente a la que sacaron del convento para casarla? ¿No está ahora casada con un hombre a quien apenas conoce, que siempre está de viaje? ¿Adónde ha ido su propia imagen? Se contempla largamente en el espejo. Las primeras arrugas, los ojos inteligentes que han visto y llorado mucho: no, la joven de otras épocas ya no existe. Y sin embargo, ¿no es siempre la misma en el corazón? Antes, la pequeña Resi, luego, la princesa madura... ¿Cómo puede ocurrir? ¿Cómo lo permite Dios? Si al menos impidiera que se tuviera aquel aspecto al envejecer... ¿El sentido de todo? Permanece en secreto. Y se está allí para soportarlo. Y toda la diferencia está en cómo...

El maravilloso monólogo de la maríscala suena lleno de ternura y contenida tristeza. Pero entonces la vida vuelve a entrar en su habitación, en forma de Octavian, que viste esta vez un traje de montar. Octavian no entiende por qué su amada está pensativa o de mal humor. Tal vez esté preocupada por su terrible primo, o tal vez tenga miedo de lo que le pueda ocurrir a él. Hace ademán de abrazarla. Ella lo rechaza con dulzura. «Hoy, o mañana, o pasado mañana», piensa y dice la princesa. Octavian no la entiende: «Ni hoy ni mañana: ¡nunca!». La maríscala decide que le facilitará las cosas cuando llegue el momento. Octavian se siente herido o se hace el ofendido, y se va. «Incluso tengo que consolar al joven por el hecho de que antes o después tenga que abandonarme», piensa la princesa. Y luego, sobresaltada: «Ni siquiera le he dado un beso de despedida». Envía a sus lacayos, pero Octavian se ha ido a caballo. Entonces, con una sonrisa triste, entrega al pequeño negro el estuche de la rosa de plata: Llévasela al conde Octavian..., él sabe de qué se trata... El telón cae lentamente sobre uno de los finales de acto más melancólicos que hayan creado un poeta profundo y un músico capaz de representar magistralmente todos los sentimientos humanos.

En el palacio del nuevo rico, el señor von Faninal, todo está preparado para el gran día. El señor de la casa no cabe en sí de orgullo: ¡su yerno un barón! ¡Y un tal conde Rofrano es el «caballero de la rosa»! El nombre de éste resuena en las calles por donde pasa su carroza. Rápidamente hace las ultimas advertencias a Sophie, la bella novia, y a la fiel Marianne, el ama de llaves. Octavian, vestido de plata resplandeciente, joven y apuesto, entra en el palacio. Solemnemente lleva la rosa que el novio debe enviar a la novia, antes de entrar en la casa, como signo de amor. La música alcanza entonces un esplendor indescriptible, centellea e ilumina con colores enceguecedores.

Los dos jóvenes se encuentran: Sophie con una profunda inclinación y Octavian con un gesto cortés. Balbucen palabras entrecortadas mientras el conde entrega la rosa. Sophie la acerca a su rostro: su perfume es como el de las rosas del cielo, no como el de las terrenales, ¡y qué alejada del mundo suena la elevada melodía que Strauss pone en su garganta en ese instante!

La conversación va cobrando vida lentamente. Sophie vence su timidez y cada vez parece más atractiva al joven conde. Faninal se acerca con el novio. El contraste no podría ser mayor. Ochs se comporta desde el primer momento de manera desdeñosa, como él mismo dice, pero en realidad como un tratante en caballos que inspecciona a su novia de arriba abajo. Faninal está pagadísimo de sí mismo. ¡Si todos los vieneses envidiosos pudieran ver su palacio! Pero Sophie siente repugnancia por aquel grosero y por sus ofensivas observaciones. La indignación de Octavian es cada vez mayor. Ochs entona su canción favorita, una melodía de vals popular que suena soez en su boca y con la que exalta de manera burda los placeres de la carne. Afortunadamente, cuando la tensión parece haber llegado a su punto máximo, se presenta el notario. Ochs se retira con él a una habitación contigua. Entonces Sophie da rienda suelta a su desesperación. ¡Jamás se casará con aquel patán! Octavian no la puede ayudar; primero debe obrar ella sola. Pero ambos saben que no podrán olvidar aquella hora. Se abrazan con fuerza.

La pareja de intrigantes ya está allí y da la alarma. El barón enfoca el asunto «como un hombre de mundo», pues se trata de su «primo» (Octavian se estremece ante la familiaridad), y él mismo había pedido al joven conde que despejara la timidez de Sophie. Sin embargo, aquel tono ligero sirve de poco. Sophie le dice en la cara que nunca se casará con él. Ochs hace como si no entendiera, quiere seguir ocupándose de los trámites con el notario. Pero Octavian se planta delante de él y confirma las palabras de Sophie. Ambos sacan la espada, pero, al primer rasguño, el barón deja caer la suya y comienza a gritar pidiendo auxilio. Lo tienden en un diván y le ponen vendas. Octavian ha abandonado la casa, Faninal está furioso con su hija, a la que plantea la alternativa de casarse con el barón o ir a un convento. La escena es grotesca. Ochs recupera pronto su buen humor, después de algunas invectivas contra la juventud y la gran ciudad, pero sobre todo gracias a una carta que Annina, la intrigante, pone en sus manos. Es de la doncella que el barón conoció el día anterior en el palacio de la maríscala, y que le pide una cita. ¡El barón es irresistible! Muy ufano, el barón silba y tararea su vals favorito, y está completamente satisfecho de la marcha del mundo.

El comienzo del acto tercero convierte la comedia en farsa, tal vez en exceso. En un reservado de una taberna de Viena, Ochs ha preparado todo para su cita con Marianne, la supuesta doncella: iluminación difusa, buenos vinos, música suave en la habitación contigua. No sabe que todo figura en los planes secretos de la «otra parte», y que habrá de recibir una formidable lección que redundará en la liberación de Sophie. Aparecen la supuesta Mariandl y Ochs, éste con el brazo vendado, herido en el enfrentamiento del día anterior; el barón pone en juego en seguida sus artes de seductor, pero nada sale bien. La joven se muestra tonta y lloriqueante, en todos los rincones de la habitación parece haber duendes y por último llega un comisario de policía. Ochs todavía cree que puede ganar. Apela a su parentesco con la maríscala y presenta a la joven como si fuera su novia, la señorita von Faninal. Por supuesto, se opone a que se comprueben sus afirmaciones, pero el comisario se muestra muy recalcitrante. Entonces aparece Faninal con su hija, indignado por haber sido emplazado de noche en una taberna de mala fama, para sacar a su futuro yerno de una situación desagradable. Ochs comienza a sospechar, pues él habría sido el último en llamar a Faninal. En el punto culminante de la confusión, Octavian se quita rápidamente el pañuelo y las ropas de doncella. Ochs se restriega los ojos. Pero entonces llega la maríscala, saludada respetuosamente por todos. A un gesto de ella, el comisario se despide. Ochs quiere protestar una vez más, cree que todavía puede salvar el tipo. «Si Marianne es Octavian..., entonces...» «Si es un caballero —le replica la princesa—, será tratado como tal»; es lo único que ella espera de él. Y Ochs se recupera, intenta mantener la compostura, a pesar de que ha perdido la peluca y presenta una imagen lamentable en medio de las personas que pugnan por acercársele. Se va, y la farsa se convierte en drama. Hofmannsthal construye con mano maestra un final estremecedor. Hay tres personas en escena: la maríscala, Octavian y Sophie. Ha llegado el gran momento que la princesa había intuido hacía mucho. Y con infinita nobleza hace realidad su propósito: facilitarle las cosas al joven, aun cuando a ella se le desgarre el corazón. «Prometí quererlo bien...», comienza el terceto, de una belleza intachable, casi sobrenatural.

La princesa ofrece el brazo a Faninal, que de esa manera recibe un poco de consuelo en compensación por los golpes sufridos. Sophie y Octavian se quedan solos. El canto final que une el corazón de los dos jóvenes es sencillo, popular, mozartiano y lleno de calidez íntima: «Es un sueño, no puede ser cierto que estemos juntos, juntos para siempre...». Lentamente salen de la sala, en la que se van apagando las luces. El pequeño negro llega corriendo, recoge un pañuelo del suelo y sale corriendo.

La música es otra vez ligera y alegre. Como si quisiera subrayar las palabras de la maríscala: «Todo ha sido una mascarada vienesa y nada más...». ¿Nada más?

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