sábado, 1 de marzo de 2014

G. Rossini: El barbero de Sevilla

Il Barbiere di Siviglia - Teatro alla Scala 1999

Almaviva : Juan Diego Florez
Rosina : Sonia Ganassi
Bartolo : Alfonso Antoniozzi
Figaro : Roberto Frontali
Basilio : Giorgio Surjan
Berta : Tiziana Tramonti

Dir. : Riccardo Chailly

Estrenada el 20 de febrero de 1816 en Roma (Teatro di Torre Argentina).
Libreto en italiano de Cesare Sterbini Romano (1784-1831), basado en la obra teatral de Beaumarchais Le Barbier de Séville.
Música de Gioachino Rossini (1792-1868).

La chispeante obertura parece adelantar el humor, el ingenio, las intrigas y también los juegos de amor de la comedia; pero se trata de algo casual, pues Rossini había utilizado ya la misma pieza en dos óperas anteriores.
ACTO I
Al alba, Fiorello, por encargo de Almaviva, lleva a un grupo de músicos ante la casa en la que vive el viejo doctor Bartolo con su bella pupila Rosina. El conde también se presenta y entona una serenata.
Se hace de día, pero la bella Rosina no se deja ver. El conde despide a los músicos con una buena remuneración y decide esperar. Una voz alegre resuena en la calle, e  inmediatamente después aparece Figaro, radiante como siempre. Es mucho más que un barbero cualquiera. Por lo menos cree ser el hombre sin el cual nada puede ocurrir en Sevilla, pues mete la nariz en todo: en todos los planes, intrigas, asuntos amorosos, proyectos matrimoniales, herencias. Sabe describir de manera elocuente su importante posición, y Rossini provee su aria, el famoso «Largo al factotum», de una brillante pirotecnia vocal.
Almaviva pide a Figaro que respete su incógnito. Quiere acercarse con un falso nombre burgués a la bella joven que ha descubierto en aquella casa. Figaro comprende: ¿quién sino él podría ofrecer ayuda a Almaviva? Sin embargo, el conde debe saber que Rosina no es la hija de Bartolo, sino su pupila. Conoce la situación bien, pues en la casa es barbero, peluquero, veterinario y consejero. Mientras explica al conde su importancia, Rosina aparece en la ventana con un papel en la mano. Detrás de ella, desconfiado, aparece Bartolo y pregunta si es una carta. Oh no, responde Rosina inocentemente: es el texto de un aria que está aprendiendo de memoria para su clase de canto. Sin embargo, una ráfaga de viento le arrebata el papel. Almaviva lo recoge y lee sorprendido que «la desdichada Rosina» quisiera conocer el nombre y las intenciones del joven en cuanto su tutor salga de la casa. Almaviva no cabe en sí de alegría, pero Figaro pone freno a su entusiasmo: Bartolo es un verdadero demonio, avaro y desconfiado; además, tiene la esperanza de casarse con su pupila, no a causa de su belleza, sino de su rica herencia. Un poco después, Bartolo sale de la casa. El conde aprovecha la oportunidad y en un aria responde a las preguntas de Rosina: se llama Lindoro. La joven responde; las amorosas palabras de ambos dan forma a un bello dúo. Quieren encontrarse, pero la cosa no es fácil. Figaro, motivado por el oro de Almaviva, encuentra un medio: el conde, disfrazado de soldado que busca alojamiento, se hospedará en casa de Bartolo.
El cuadro segundo transcurre en el interior de la casa. Rosina canta un aria melodiosa, llena de coloraturas, sobre su joven amor, «Una voce poco fa». Hagamos algunas observaciones sobre esta aria. En el original está en la tonalidad de Mi mayor. En la época en que las sopranos se adueñaron de ese papel, se volvió costumbre trasponerla a Fa mayor, incluso a Sol mayor, lo que la llevaba al registro de soprano más agudo.
Llega Figaro, pero el regreso de Bartolo interrumpe su conversación con Rosina. Este sostiene un preocupado diálogo con Basilio, maestro de música y hábil intrigante, que afirma haber visto al conde de Almaviva rondando la casa. Bartolo siente temor. ¿Un rival que cuenta con el favor de su pupila? Basilio opina que hay una solución brillante: ¿conoce Bartolo el efecto de la calumnia? ¡Oh, es la más poderosa de las armas! Comienza como una brisa suave, crece y se convierte por último en una tormenta que lo barre todo y destruye sin piedad a su víctima. Rossini escribió una pieza genial para un tema aparentemente tan poco musical como la calumnia.
Figaro lo ha oído todo. Luego los dos ancianos se retiran para preparar el contrato matrimonial. Rosina aparece corriendo y, en una escena encantadora, el barbero explica a la joven que «su primo» está perdidamente enamorado de ella. ¿Podría escribir una carta para «su primo», que la espera? Mientras Figaro se felicita por su astucia, Rosina busca en el escote de su vestido: la carta ya está escrita. Durante un instante, Figaro se queda sin habla. Las mujeres son más astutas que él... Don Bartolo encuentra a su pupila de muy buen humor y le parece sospechoso. ¿No ha hablado con el pícaro Figaro? ¿No tiene una mancha de tinta en el dedo? ¿No falta una hoja de papel de cartas? ¡No se engaña a un doctor como él exclama, pagado de sí mismo, en un aria. Sin embargo, la alegría de Rosina no cesa. Para hacer completa la preocupación de Bartolo, irrumpe en su casa un soldado borracho. Lleva una orden de hospedaje que aquél trata de descifrar. Furioso, Bartolo se dirige a su cuarto en busca de un escrito que lo exime de toda obligación. Rápidamente, el «borracho» revela a Rosina su verdadera identidad. Es «Lindoro». Sin embargo, la alegría no dura mucho. Bartolo ha pedido protección militar, aparece un grupo de soldados. «Lindoro» dice algo al oído del oficial y los soldados se niegan cortésmente a detener al intruso. Bartolo no sale de su sorpresa. El ruido y la confusión aumentan; Rossini escribe un final brillante que resplandece de humor y comicidad. Todos hablan al mismo tiempo, las líneas del canto se cruzan en un contrapunto admirable. Y si un personaje no tiene nada que decir, ello no impide que siga cantando, como es el caso de Basilio, que forma su cómica melodía con las sílabas de las notas «Sol, Sol, Sol, Sol... Do, Re, Mi...».

ACTO II
En el Acto Segundo el doctor Bartolo está pensativo. Entonces aparece «don Alonso», un supuesto discípulo de don Basilio, el cual está enfermo y por eso envía para la lección de Rosina a un sustituto de confianza. «Don Alonso» parece muy tímido, incluso un poco idiota; don Bartolo quiere despedirlo, pero el joven le enseña una carta que Rosina ha escrito supuestamente a Almaviva. Ha ido además, dice, para difamar al conde ante Rosina. Bartolo reconoce con alegría al digno discípulo de Basilio. Llama a su pupila a la clase de canto; Rosina reprime un grito de alegría cuando reconoce a su «Lindoro». «Don Alonso» se sienta al clavicémbalo y Rosina canta una romanza. (Rossini compuso la romanza, pero muchas cantantes aprovechan la oportunidad para incluir en este punto una pieza de su propia elección, que por lo general no coincide con el estilo de la ópera). Bartolo escucha conmovido y luego se pone a prueba cantando una ridícula aria en la que, creyéndose ingenioso, reemplaza el nombre original por «Rosina». Figaro interrumpe la escena. Ha ido a afeitar al doctor, lo que constituye una parte importante de su plan. Bartolo se niega, pues no es su día, pero Figaro lo convence con muchas palabras. Parece que ha llegado la ocasión de que los amantes hablen unos instantes en la intimidad, pero se produce un nuevo acontecimiento. ¡Aparece Basilio! La confusión es enorme. Todos quieren quitárselo de encima, se preocupan por su salud.
Por último, el oro de Almaviva lo convence de que está realmente enfermo. Su retirada es muy cómica, a pesar de que se reduce a las palabras «Buona sera», repetidas una y otra vez. Por fin puede continuar la «lección de canto» que «Alonso» imparte a Rosina, ante la evidente satisfacción de ésta, lo que requiere que Figaro eche con frecuencia jabón en los ojos de Bartolo. Sin embargo, el doctor cada vez sospecha más, da un salto y descubre a la pareja detrás de un biombo, donde no se habla en absoluto de música. Almaviva y Figaro deben desaparecer rápidamente, pero Bartolo manda a buscar a Basilio, para que éste lo ayude a luchar contra sus enemigos. Bartolo enseña triunfalmente a su pupila la carta que ha obtenido. Rosina, abatida, se deja convencer: Figaro y su «primo» Lindoro quieren entregarla al conde de Almaviva. Triste e indignada, Rosina acepta casarse inmediatamente con Bartolo. Inmediatamente, pues ha convenido en huir con Lindoro a medianoche. Por tanto es ella quien pide a Bartolo que se apresure.
Ha caído la noche y se ha desatado una fuerte tormenta. Figaro y Almaviva penetran en la casa con un farol. Rosina les sale al paso y les reprocha su conducta vergonzosa. Ninguno entiende lo que quiere decir. ¿No quieren entregarla al conde de Almaviva?, pregunta Rosina llorando, y no entiende por qué «Lindoro» rompe a reír. Por último se lo puede explicar con una sola frase: « ¡Yo soy el conde de Almaviva! ». Se hacen los preparativos para la huida. Entonces aparece Basilio con un notario. No le resulta difícil al conde aprovechar la situación para su beneficio, sobre todo porque Basilio no duda mucho tiempo entre una buena recompensa y una buena paliza. Él y Figaro son los testigos del matrimonio de Rosina y Almaviva, celebrado rápidamente por el notario. La ceremonia está a punto de terminar cuando regresa Bartolo con algunos soldados, que ha llevado consigo para que lo protejan de los intrusos. Después de la primera confusión, todo se aclara para bien. Almaviva regala a Bartolo toda la fortuna de Rosina y en un alegre final sólo quedan rostros felices. 

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