jueves, 13 de febrero de 2014

F. Schubert: Cuarteto de cuerda nº 14 en re menor D 810 "La Muerte y la Doncella"



Cuarteto Alban Berg de Viena

1. Allegro
2. Andante con moto
3. Scherzo: Allegro molto
4. Presto

El Cuarteto de cuerda en Re menor, D. 810, “La muerte y la doncella”, es, de principio a fin, una obra desaforada. La idea central del Cuarteto en Re menor es la de la muerte y la rebeldía ante su llegada intempestiva y no deseada, uno de los temas predilectos de la imaginería romántica alemana. El título con el que suele conocerse la obra –por una vez, justificado– proviene del Lied homónimo de 1817, escrito a partir de un poema de Matthias Claudius. Schubert se vale del motivo inicial del piano, concebido en ritmo dactílico, para construir, por fin, una serie de variaciones, las mejores de su catálogo, recurriendo así a un procedimiento que aún no había utilizado en este medio pero que le había dado y le daría aún resultados excelentes en otros géneros camerísticos, como en el Quinteto “La trucha” o en el posterior Octeto para cuerda y viento. La paz engañosa del tema, expuesto homorrítmicamente por los cuatro instrumentos, va mudándose poco a poco en desasosiego hasta que en la quinta variación se produce un auténtico exabrupto de dolor, confiado a un violonchelo enloquecido que, con bruscos cambios de registro, lanza sus alaridos sobre la perfecta e inquietante polirritmia de sus compañeros. Los versos de Matthias Claudius no pueden conocer una plasmación musical más sofocante. Más aún si, como es el caso, venimos ya con el bagaje de un movimiento de la fiereza expresiva del “Allegro” inicial, en el que los cuatro instrumentos sólo parecen ponerse de acuerdo a la hora de interpretar en fortissimo la blanca con puntillo del diseño inicial, cuyo fiero ritmo trocaico (otro de los predilectos de Schubert) se erigirá, junto con la recurrencia del tresillo, en la célula generadora de todo el primer movimiento.A partir de ahí todos ellos se enzarzan en un juego de réplicas y contrarréplicas animadas por un denso contrapunto que tiene en los tresillos a su motor rítmico omnipresente.
La esencia de la forma sonata se manifiesta en toda su pureza –especialmente en las secciones de exposición y re exposición– por medio de dos temas fuertemente enfrentados: rítmico, dramático y con una dinámica cambiante el primero; lírico, legato y pianissimo (al menos en su inicio) el segundo. Ambos parecen querer simbolizar la lucha encarnizada entre la joven y ese esqueleto (Knochenmann) que se le cruza en su camino para arrebatarle la vida. Inmerso en una agitación agotadora, la rabia no queda aplacada hasta el segundo de los dos finales, una versión atemperada del primero que opta por extinguirse gradualmente en pianissimo.

Dos movimientos de semejante desgarramiento emocional serían suficientes ya para poder culminar la obra en una atmósfera de mayor serenidad. Sin embargo, el “Scherzo” (aquí un minueto como los de cuartetos precedentes carecería por completo de sentido) y el “Presto” final siguen bebiendo del manantial en apariencia inagotable del lied, que no sólo presta al segundo movimiento su sustancia temática sino que imbuye su mensaje poético a todo el conjunto de la obra. Así, el “Scherzo” es aquí robusto y enérgico, pero sus constantes diseños sincopados le restan el aplomo, la solidez o el aire de divertimento extravertido que lo caracterizan en otras obras de Schubert. El “Presto” final, por su parte, es una tarantela desenfrenada que se abre con el primer gran unísono de la obra (aunque su efecto está muy lejos de ser el de la concordancia de voluntades que querían los clásicos) y que exige de los cuatro intérpretes no sólo una extraordinaria conjunción técnica, sino también una resistencia física fuera de serie.

Tras el ciclón del “Allegro” inicial, el lento descenso a los infiernos del “Andante” y la maquiavélica danza del “Scherzo”, arremeter ahora contra este moto perpetuo de corcheas, dominado por un furioso ritmo trocaico, plagado de fortissimi, sforzandi y crescendi, y coronado por una coda marcada prestissimo, exige una tremenda concentración y un sabio racionamiento de las fuerzas a lo largo de la interpretación del cuarteto. Bajar la guardia en este último movimiento y transformarlo en una tarantella alocada y superficial, desprovista de los contrastes dinámicos que reclama Schubert y de su incontestable sentido fatalista, sería frustrar el final lógico que demanda todo el férreo armazón anterior.

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